Cuando pasen delante de aquel enorme cerro que se abre mirando al poniente y baja hasta los bordes del legendario barrio de Uliachín, van a encontrar una lúgubre caverna negra. Cuentan que allí moraban por los años en que la ciudad nacía, los gimientes espíritus de una joven mujer y su hijo. Sus desgarradores lamentos se escuchaban en las escarchadas noches, cuando el silencio acunaba el sueño de los diligentes mineros. Dicen que de lo recóndito del antro surgía el eco de inacabables armonías gemebundas que se expandían impelidas por el silencio de la soledad. Los arrieros que andaban por estos andurriales se estremecían y, penetrados de supersticioso recogimiento, se santiguaban musitando:
¡Dios mío, es la niña de la Gruta Negra!.
Un día, cansados de los lamentos plañideros, hombres y mujeres de Uliachín, le pidieron al milagroso fray Sancho de Córdova, que desencantara la cueva. Dicen que al trasponer la entrada, encontraron la osamenta de una mujer en cuyo regazo, mantenía el momificado cuerpo de su pequeño hijo. El fraile rezó interminables oraciones en latín, y después de sepultar los restos de los atormentados seres, asperjó agua bendita por todos los rincones de la cueva, cesando desde entonces los escalofriantes gemidos. Más tarde, las ancianas sibilinas y confidentes hicieron conocer el acontecimiento que todavía el pueblo recuerda con estremecida reverencia.
Las continuas cartas que recibía del Perú magnificando las proverbiales riquezas que en él se daban, terminaron por exacerbar su ambición. La reiterada invitación para que embarcara a hacerse rico, decidió su viaje. Reunió sus escasas pertenencias, algún magro ahorro y abordó el barco en compañía de su mujer y su pequeña hija.
Llegado al Callao, tras larga travesía, luchando contra la nieve, el frío glacial y la inconmensurable soledad del páramo, llegó a la Villa de Pasco sobre resistentes carretas haladas por fuertes garañones. Un corro de guitarras, zampoñas, castañuelas y pitos, celebró su llegada; se bebió abundante vino, se hizo nostálgicas remembranzas y se bailó bastante. Rendido por el jolgorio descansó dos días, al final de los cuales, le adjudicaron un yacimiento cercano al naciente Cerro de Pasco para iniciar su trabajo.
Tras tomar posesión de la mina –la primera propiedad de su vida- trabajó de sol a sol para construir una casita de barro apisonada con cimiento de piedras, ventanas pequeñas y elevado techo a dos aguas, cariñosa reminiscencia de una vivienda vasca. A esta casita, muy cerca de la mina, llevó a su esposa, a su pequeña hija y a cinco hombres del lugar que trabajarían para él.
Los primeros afloramientos que encontró pagaron con creces su expectativa. Obtuvo buenos doblones por la venta de su plata. Alentado por el hallazgo, duplicó sus esfuerzos que comenzaban con los primeros rayos del alba y sólo terminaban cuando la oscuridad cubría el páramo. A muy poco tiempo, ya era un hombre de consolidado prestigio económico que había logrado ganarse el respeto y el cariño de sus coterráneos. Dos veces al mes acudía a las tertulias y fiestas que se daban en la Villa con gran contento de los asistentes. En las soleadas tardes de verano, competía en emotivos encuentros de pelotaris; en alegre corro de paisanos bebían vino, bailaban, cantaban y, en esa lengua dulce y traviesa que los pasqueños no entendían, conversaban animadamente al calor de la amistad.
Al comienzo vivió satisfecho con su holgura económica y los jugosos ahorros que aliviarían su vejez. Sin embargo, llevado por una desmedida codicia, concibió la idea de reunir todo el oro que fuera capaz para retornar triunfante a su amada Vizcaya. Quería demostrar a sus paisanos que era un triunfador. Trabajó con tanta tenacidad tratando malamente a los japiris que laboraban para él. Ni tiempo le quedaba para compartir con su esposa los momentos de su descanso. Hasta en las noches, provisto de un débil candil, entraba en el subsuelo a controlar los malacates y proyectar el trabajo del día siguiente. Como es natural, esta desmedida actividad lo fue convirtiendo en un hombre hosco y silencioso; más tarde, en agresivo y desconsiderado. Su mal carácter era alimentado por las eventuales frustraciones mineras que significaban la pérdida de filones y afloramientos.
Entretanto, su mujer se sumía en una desventura terrible que sólo en su hija hallaba consuelo.
Así las cosas, llegada una quincena, se negó a acompañar a su mujer a comprar las provisiones para su casa, como era costumbre. La señora tuvo que ir sola en el carretón llevando a su niña. Él entró en el socavón y tanto se sumió en su laboreo que no advirtió la tremenda borrasca de nieve que afuera estaba cayendo. Al salir, cerrada la noche, advirtió aterrado que su esposa no había retornado. Desesperado tomó el rumbo de la ciudad minera con la esperanza de encontrarla en el trayecto. La nieve era tan espesa que nada podía distinguirse a un paso; sin embargo, tras penosos esfuerzos, avanzó hasta encontrar el carromato que se había atascado en el barro. La pobre mujer, terriblemente empapada de pies a cabeza, pugnaba por empujar la carreta y hacer avanzar a la mula que la halaba; para tener más libertad de acción, se había despojado de su pañolón de Alaska y la chompa de lana con los que había arropado a la niña bajo un improvisado toldo de lona. Con la ayuda de unos tablones y sus recios brazos, sacaron el carretón del atolladero y siguieron avanzando.
Llegados a la barraca, la señora temblaba de frío al borde del pasmo con una tos inquebrantable y una fiebre despiadada que se acentuaba cada vez que el dolor, como aguzados puñales, le traspasaba los pulmones. La desesperada impotencia del minero era dramática. La distancia que lo separaba tanto del Cerro de Pasco, como de la Villa de Pasco, era tan grande, que no podría ir en busca de auxilio. Además, se le presentaba un dilema ¿Cómo dejar a su mujer e hija solas?. La nieve caía afuera lenta, continua, inmisericorde, en tanto el rostro de la mujer iba tomando una coloración amoratada; la tos agresiva y seca la sacudía con violencia de pies a cabeza; sentía que el corazón se le estremecía al oír el seco ronquido del pecho que se desgarraba. Al amanecer, la afiebrada trató de incorporarse y decir algo. No pudo. Sus intensos ojos verdes se quedaron fríos y petrificados en una mirada fija, larga e inmóvil. El minero la llamó, le frotó las manos, la besó y en su desesperación la sacudió con violencia y nada. La débil mujer acababa de morir.
Aquella desgracia lo marcó con terribles signos de fuego por el resto de sus días. Acosado por un sentimiento de culpa, ya no tuvo sosiego en su vida. Se sentía el causante de la muerte de su esposa. No había hecho otra cosa con su indiferencia para con la buena mujer que no sólo había sido para él, compañera, esposa y colaboradora, sino fundamentalmente impulso motor de sus empresas. Su lacerante soledad le estimuló amar a su hija con una entrega total, con un exclusivismo enfermizo, lindante con la idolatría. Quería dar a su hija lo que había mezquinado a su mujer.
Tardó mucho en sobreponerse de aquel patético acontecimiento. Para sobrellevar la crianza de su hija, llevó a una madura nodriza que, abnegada, la crió con todo su amor. Entretanto él, atormentado, ya no volvió a ser el mismo. Su temperamento se hizo más áspero y taciturno. A su avaricia fue sumando una agresividad cada vez más enervante. Con los años, esta actitud fue tomando caracteres verdaderamente dramáticos.
Y así pasaron los años.
Llegada a su juventud, la niña tomó formas de mujer, y se hizo más hermosa. Sus ojos de un glauco intenso resaltaban en su dulce rostro capulí que, enmarcado por una catarata de encrespadas guedejas negras, le daba una belleza dulce; sus labios sonrosados y alegres, siempre se mostraban risueños e inquietos; sus manos suaves y delicadas, nunca estaban en reposo; el taconeo de sus abrigadoras botas cerreñas se escuchaba en todo momento en el ir y venir de su hacendoso comedimiento hogareño. Todo su mundo lo constituía su hogar, su padre y la buena anciana que con mucho cariño trataba de ocupar el lugar de la madre. Ni amigas, ni vecinos, ni parientes. Soledad, nada más que soledad.
Los encontrados pensamientos de sus largas vigilias hacían en el minero, cifrar sus más caras esperanzas en su hija. Abrigaba la confianza que, en unos años, podría efectuar el viaje de retorno a su lejana tierra, a la que no había podido olvidar, caso contrario –meditaba- podía casarla con un rico minero cerreño; mientras tanto, seguiría trabajando en su mina, ahorrando lo necesario para el triunfal retorno. Era verdad que ya estaba cansado, sus músculos ayer prestos y ágiles, eran ahora más laxos y reacios. No había duda, necesitaba un ayudante.
En una oportunidad, conoció a un hombre joven y amable que le había ayudado a descargar sus bolsas de plata. Todo fue que se vieron y una entrañable amistad nació entre los hombres. Como el desconocido se encontraba sin trabajo, le ofreció el puesto y un lugar en su casa. Total, necesitaba la ayuda de unos brazos jóvenes.
Llegado a su casa que más parecía una isla en medio de la desolada puna cerreña, el joven se impresionó con la belleza de la damisela que ruborizada y temblorosa, estrechó la cálida mano del recién llegado.
Ese fue el comienzo.
Guitarrero y decidor, el joven entonaba emotivas coplas, cada tarde a la salida de la mina. El encanto de los versos y la dulce cadencia de las notas pronto tuvieron el sortilegio de conquistar la candidez de la niña que, con la intención de escuchar mejor las trovas, asomaba a la ventana de su recámara. Su huérfano corazón, tan sediento de cariño, de comprensión y apoyo, halló en las vivaces charlas del joven minero, el entretenimiento ameno que poco a poco fue envolviéndola en un sentimiento dulce y extraño que le obligaba a buscarlo para la plática diaria. Tanto se compenetraron el uno con el otro que comenzaron extender sus coloquios mediante furtivos encuentros nocturnos en el patio de su casa. Una noche, para no ser sorprendidos por el viejo minero, ella le abrió la puerta de su alcoba. Las citas entonces, se hicieron diarias y, sucedió lo que tenía que suceder.
Cuando el viejo minero se enteró de lo acontecido, estuvo a punto de enloquecer. No podía creer en la deshonra de su hija; del único ser que realmente le importaba. Ciego de ira buscó afanosamente al causante de la ignominia pero no lo encontró. Entonces, deshechas todas sus esperanzas, la emprendió contra su hija y furibundo la maltrató salvajemente. Dispuso que la anciana sirvienta entregara al niño en cuanto naciera.
Aquella noche el frío era inclemente. Un silbante viento helado circulaba por los confines de la puna. El dolor que atenazaba el vientre de la jovencita fue haciéndose cada vez más intenso, desgarrador, apremiante; para evitar el grito natural del suplicio, tuvo que morder un pañuelo con todas las fuerzas que le daba su castigado cuerpo. Por fin, a tres horas de la cerrada noche, nacía un niño robusto y hermoso. La joven mujer intentó una débil sonrisa al ver el fruto de sus entrañas iluminado por los tenues rayos de una mortecina lámpara minera. De pie, junto a su cama, la vieja aya que había actuado de partera, puso al niño en el regazo de la madre. En ese instante, la voz conminatoria del padre se hizo escuchar en la pieza contigua. Llamaba a la vieja mujer. La parturienta, débil como estaba por la hemorragia y el tremendo tormento que le había tocado experimentar, hizo un acopio de todas sus fuerzas y venciendo el sueño perentorio que le invadía, escuchó como desde una lejanía tenebrosa, el desconsiderado vozarrón de su progenitor.
¡No me importa que sea hombre o mujer! –Decía arrebatado- ¡Es el hijo del pecado y no tiene lugar aquí!.. ¡Tiene que desaparecer para lavar mi honra!.
Conmocionada por lo que estaba oyendo, se llenó de estupor. Le parecía estar viviendo una cruel pesadilla. Sus carnes se estremecieron y las lágrimas, incontenibles, rodaron por sus mejillas, cuando enérgico, el minero sentenció:
¡Déjala dormida ahora, pero mañana a primera hora me entregas a ese engendro del demonio para hacerlo desaparecer en la mina!…
No pudo soportar más. Su cuerpo adolorido se sobresaltó nuevamente, y sin poder evitarlo, se desmayó. Al despertar coligió, por el silencio de la estancia, que todos dormían. Una oscuridad impenetrable lo envolvía todo. Consciente de la amenaza que se cernía sobre su hijo, tramó un plan que de inmediato lo puso en práctica. Cubrió con abrigadoras mantas al pequeño, ella misma se arrebozó con un pañolón, tomó la lámpara minera que colgaba del techo y con sólo el deseo de salvar la vida de su hijo, salió huyendo a donde el destino quisiera llevarla. Bien sabía que su padre era capaz de cometer un crimen y mucho más.
Cuando sigilosamente salió de la barraca, el frío implacable le hizo estremecer. Sin hacer ruido alguno comenzó a caminar con rumbo al Cerro de Pasco. La noche estaba oscura, muy oscura. Colocó al niño a sus espaldas como desde siempre lo hacen las madres cerreñas y, lámpara en ristre, comenzó a avanzar por aquellas tenebrosas soledades nocturnas.
Ya los pies le dolían y sus manos ateridas apenas si podían sostener la lamparilla. Había avanzado un considerable trecho en muchas horas y las luces nacientes del día comenzaban a dibujar las siluetas rocosas de los cerros, cuando escuchó el débil llanto del niño, que poco a poco se hizo más apremiante; temiendo que pudiera delatar su presencia, ingresó en la primera caverna que encontró en las faldas del cerro que daba frente a la ciudad minera.
Cansada lo arropó lo mejor que pudo y estrechándolo contra su pecho, le dio a beber la primera leche materna. Desde donde estaba se podía distinguir el pueblo minero con sus calles irregulares, sus casas macilentas, sus gentes apresuradas y abrigadas bajo un cielo gris, intensamente gris, amenazador. Pensaba que no tardaría en presentarse su desalmado padre. Buscándola miró a su criatura y vio que sus ojos claros apenas si podían fijarlos en algo, la carita, estremecida por el frío glacial, parecía una pasa rojiza y arrugada. Impulsada por un rapto de emoción lo besó en la frente y lo volvió a cubrir con las mantas. Un temblor repentino se apoderó de su cuerpo e instintivamente lo abrazó para protegerlo. A medida que transcurrían las horas, el frío, el hambre, la sed, el cansancio la atenazaban y su angustia, crecía más y más. Al llegar el mediodía, se declaró una borrascosa tempestad de nieve en el Cerro de Pasco. Extenuada como estaba y expuesta al ventisquero, sus manos entorpecidas no atinaban a coger pañales. Sus dedos, a medida que se helaban, iban tomando una coloración azulada. El frío la estaba matando poco a poco. Desesperada por el trance que estaba viviendo, angustiada y sola, se abandonó a un llanto compulsivo que duró mucho tiempo. Con los ojos inflamados experimentó una extraña tranquilidad; su cuerpo agarrotado e insensible no le permitía mantenerse en pie. Rendida por tanto esfuerzo se tiró sobre unas mantas cubriéndose con el pañolón. Un dulce sueño acucioso fue apoderándose de ella. Estrechó a su hijo contra su pecho y fue sumiéndose en un sopor coactivo y pesado.
Lentamente, a manera de un níveo sudario, la nevisca llevada por el viento pululante fue cubriendo a la madre y a su hijo. Al poco rato, un túmulo blanco se levantaba sobre los cuerpos que ya no sentían nada. Sus restos, rígidos e inmóviles, contraídos por el frío, acababan de finar. El sueño liberador de la muerte los había dormido.